La apelación a la ciencia en el cambio climático

Tomado de aquí

Una mota es una fortificación medieval situada en un cerro y rodeada de un patio y una fortificación exterior más débil. Si alguien lograba superar la exterior, los habitantes del castillo se podían refugiar en la interior y defenderse desde allí. Su nombre se emplea con frecuencia en las redes (en inglés, claro, motte-and-bailey) para denominar la técnica retórica consistente en confundir interesadamente una posición en la que todo el mundo está de acuerdo (la igualdad entre hombres y mujeres, por ejemplo) y otra que, en cambio, es terriblemente controvertida (el feminismo de género, dedicado a otorgar privilegios legales, económicos, sociales y políticos a las mujeres sobre los hombres). Cuando alguien ataca la opinión controvertida, los que la sostienen se refugian en la opinión que goza de consenso y acusan al primero de estar en su contra. Lo vemos con frecuencia. Si criticas la ley de violencia de género por fomentar las denuncias falsas y acabar con la igualdad ante la ley, entonces es que estás en contra de la igualdad entre hombres y mujeres. Es un truco sucio, fácil de identificar, pero aun así tremendamente efectivo.

También se emplea con la ciencia. Existe un acuerdo general en la bondad de la ciencia como método para avanzar en nuestro conocimiento del mundo y en nuestras habilidades para cambiarlo, pero desde hace años se está empleando ese argumento como cobertura para intentar convencernos de que la ciencia es lo que dicen que es las instituciones científicas, ya sean éstas el consenso académico o una autoridad oficial. Ciencia es, en definitiva, lo que diga el dúo calavera que forman Anthony Fauci en Estados Unidos y Fernando Simón en España, aunque la realidad se encargue de contradecirlos a los pocos días o ellos mismos admitan que mintieron por el bien común.

Las instituciones científicas nos dijeron que la deriva continental era una teoría absurda, condenaron a millones a la obesidad con sus dietas altas en carbohidratos y colaboraron en el contagio de coronavirus de miles de personas con su insistencia en que las mascarillas no servían de nada. Por eso resulta preocupante que con la presentación del último informe del IPCC se hayan vuelto a alzar voces de científicos que nos aseguran que «no hay nada más que hablar». Si se duda es que se está contra la ciencia. Es una afirmación que ataca frontalmente a la ciencia como método, pero que resulta necesaria para defender a las instituciones científicas de las dudas de quienes, empleando la ciencia, ofrecen unas conclusiones distintas o incluso se limitan a mirar el informe con ojos menos catastróficos. Son «negacionistas», como quienes afirman que el Holocausto no existió, sólo porque dudan de que unos modelos hechos con computadora sean una bola de cristal tan fiable como para sacrificar en su nombre nuestro bienestar actual y futuro. Lo estamos viendo estos días con la factura de la luz, que está donde está en buena parte porque a nuestros políticos les importa mucho menos la pobreza energética que quedar bien ante Greta Thunberg.

El informe del IPCC contiene muchas afirmaciones discutibles, como su decisión de elevar a 3 grados la sensibilidad climática cuando los 1,1 grados que ha subido la temperatura hasta ahora nos indicarían una cifra más cercana a los 1,5, o el empleo otra vez de escenarios catastrofistas imposibles que reconoce como «improbables» como vía de lograr titulares apocalípticos. También se niega a recopilar los beneficios tanto del calentamiento de la atmósfera como de las propias emisiones, entre los que está un menor número de muertes relacionadas con la temperatura (muere mucha menos gente por calor que por frío), una mayor productividad agrícola o el reverdecimiento del planeta.

Como no hablamos de ciencia, sino de ciencia oficial, lo que han vuelto a hacer políticos y periodistas con el informe es aún peor. El secretario general de la ONU ha hablado de «código rojo» y de que sólo podemos prevenir una catástrofe si actuamos ya, pero lo cierto es que se han ido cumpliendo los distintos puntos sin retorno que nos han ido marcando con los años y ahí siguen, reemplazándolos por unos nuevos cada vez menos creíbles. Y no olvidemos los medios. Que si la temperatura va a subir tanto (olvidándose de restar los 1,1 grados que ya ha subido). Que si la tierra arde. Todo con muchas fotos de incendios. La superficie quemada no ha hecho más que reducirse desde hace décadas, pero qué más da.

Vivimos en un mundo en el que la ciencia como institución nos dice que el cambio climático es indudable pero que las diferencias biológicas entre hombres y mujeres no existen. Es inevitable que, si las instituciones científicas se corrompen para servir a una u otra ideología, cada vez más gente dude de sus dictados. Entonces se defienden indignándose de que dudemos de «la ciencia». Pero eso no lo hace nadie. Simplemente, ustedes no son la ciencia.