Se socava la iglesia (de Mary Ball Martínez)

En Roma las horas un poco antes del amanecer son apenas tibias aun en verano. Era la víspera de Pentecostés y casi pleno verano […] cuando unos cuatro mil hombres y mujeres de muchas partes del mundo pasaban la noche arrodillados sobre las baldosas frías al pie de los escalones de la Basílica de San Pedro. […]

Apenas unos cuantos peregrinos podrían haber sabido que desde hacía más de medio siglo, tras la valiente fachada, venía ocurriendo un proceso de ahuecamiento, de erosión de fuerza y substancia —que la Iglesia Católica había sido socavada.

Todos ellos advertían que algo andaba mal, de otra forma no se hubieran unido a la peregrinación. En Francia, Alemania, Inglaterra, Argentina, los Estados Unidos y Australia, a cada uno en su parroquia, lo había golpeado el cambio abrupto, la orden de adorar de manera nueva y extraña. Casi la mitad de los peregrinos eran franceses que habían llegado en trenes especiales desde París y todos habían venido a suplicar al Santo Padre que restituyera la misa, los sacramentos y el catecismo para sus hijos […]

Con el creciente frío, se suministró grandes calderas de café. […] Se notaba que las ventanas tras las cuales dormía Pablo VI, o no dormía seguían cerradas. El día anterior el Papa dio audiencia al número acostumbrado de visitas, pero se negó categóricamente a admitir a los peregrinos «tradicionalistas».

Han pasado cinco o seis años desde que los aproximadamente setecientos millones de católicos romanos dispersos por el mundo recibieron el primer impacto del cambio. Un domingo, a fines de los años sesenta (la fecha varió de país en país), fueron a la Iglesia para descubrir que el altar, la liturgia, el idioma y el ritual habían sufrido una metamorfosis total. […].

En los meses que se sucedieron, la incomprensión se volvió paulatinamente resignación, y muy de cuando en cuando, en complacencia. Sin embargo, hubo uno que otro grito agudo de protesta, como cuando el novelista italiano Tito Casini, denunció a su obispo, el Cardenal Lercaro de Bolonia, que por casualidad también era quien encabezaba la Comisión Pontificia para la Liturgia: «Ha hecho usted lo que los soldados romanos al pie de la Cruz jamás se atrevieron a hacer. Ha rasgado la túnica sin costura, el lazo de unión entre los creyentes en Cristo de ayer, de hoy y de mañana, para dejarla en garras». […]

En Alemania el historiador Reinhardt Raffalt escribía: «Aquellos de otra fe, contemplan horrorizados el ver cómo la Iglesia Católica se despoja de aquellos antiguos ritos que han vestido los misterios de la Cristiandad con una belleza eterna».

De Inglaterra llegó una plegaria apasionada, casi resentida, dirigida al Papa Pablo, suplicándole: «Restaure la Misa tal y como se expresaba tan magníficamente en Latín, la Misa que inspiró innumerables obras de misticismo, arte, poesía, escultura y música, la Misa que pertenece no sólo a la Iglesia Católica y a sus fieles, sino a la cultura del mundo entero». La petición la firmaron varias veintenas de escritores, artistas, filósofos y músicos residentes en Londres, incluyendo a Yehudi Menuhin, Agatha Christie, Andrés Segovia, Robert Graves, Jorge Luis Borges, Robert Lowell, Iris Murdoch, Vladimir Askanazy. [Nota: varios de estos personajes eran judíos o ateos] […]

Aun antes de que concluyera el Concilio Vaticano II, un sector considerable del público francés ya estaba al tanto de la magnitud de la transformación. El joven sacerdote, Georges de Nantes, empezó a publicar una circular con el título atrevido de Le Contre-Reforme Catholique. Se publicaron Heresy of the Twentieth Century de Madiran y Subversion In the Liturgy de Salieron, junto con una obra de gran peso del filósofo belga, Marcel de Corte, quien definía las nuevas orientaciones como «una degradación espiritual más profunda que cualquier otra cosa que haya experimentado la Iglesia en su historia, un padecimiento canceroso en el cual las células se reproducen rápidamente para destruir lo que hay de sano en el Cuerpo Místico»; señaló que eran «un intento de transformar el reino de Dios en el reino de la humanidad, de substituir una Iglesia consagrada a la adoración de Dios por una Iglesia dedicada al culto del Hombre. Ésta es la más temible, la más terrible de las herejías».

Mientras tanto, un cura de pueblo en Borgoña, Louis Coache, con título en derecho canónico, publicó una revista de crítica dura intitulada Cartas de un sacerdote rural, y revivía una costumbre del lugar que hacía mucho había caído en desuso, la celebración al aire libre de la procesión de Corpus Christi. La gente empezó a llegar por cientos de todas partes de Francia al pequeño pueblo de Monjavoult, en la rica campiña de Borgoña, para caminar en procesión detrás de la Sagrada Hostia en su relumbrante custodia cantando y rezando mientras los diáconos columpiaban los incensarios y las niñas esparcían flores por el camino.

Después de tres procesiones de Corpus Christi, el obispo del Padre Coache […] ya  no aguantó más periodismo crítico, ni devociones anticuadas. Ordenó el cese de las celebraciones y suspendió al Abbé a divinis, una acta que prohibe a los sacerdotes ejercer sus funciones sacerdotales. […]

A fines de los años sesenta, la revolución, tanto tiempo en fase de socavamiento, se colocó en su lugar. Fue una operación relativamente tranquila gracias a que se había llevado a cabo no por los enemigos declarados de la Iglesia, sino que por los que ostentaban ser sus amigos. A diferencia del sitio casi exitoso que se planteó en el Siglo XVI [la Reforma protestante de Lutero], acompañado de un clamor para el quebrantamiento, la volcadura del Siglo XX se efectuó en forma relativamente silenciosa, entre una combinación ordenada de alteros de estudios, informes de situación, agendas de conferencias y proyectos de currícula, todos debidamente procesados por comités, comisiones, grupos de trabajo, sesiones de estudio, discusiones y diálogos.

Una vez inaugurado el Concilio Vaticano II se promovió la volcadura asiduamente en artículos, conferencias de prensa, entrevistas, exhortaciones y encíclicas, todo en un ambiente de prudencia y discreción eclesiástica.

Concluido el Concilio, siguió su turno a los comentaristas. En veloz sucesión en Europa y América aparecieron artículos y más artículos, libros y más libros que intentaban explicar lo sucedido. Relatos detallados de cada sesión del Concilio alegaban poder señalar el momento preciso en el que cada uno de los cambios se efectuó.

Mucho de lo escrito salió de las plumas de los teólogos y seglares liberales que ensalzaban lo que ellos proclamaban «la gran obra de abrir la Iglesia al mundo». Más aún escribieron los conservadores que a la vez que aceptaban la legitimidad del Concilio Vaticano II, intentaban mostrar cómo sus loables intenciones fueron distorsionadas.

Estos escritores se mostraron especialmente duros con lo que llamaban el «Grupo del Rhin», unos cardenales, obispos y perita de pensamiento liberal, que provenían principalmente del norte de Europa, quiénes, se alegaba, dominaban los debates, monopolizaban la atención de los medios de difusión acabaron por influir sobre la mayoría silenciosa de Padres del Concilio para que votaran en su manera «progresista». Los comentadores, a quienes se les comenzaba a llamar «tradicionalistas», mostraron una tendencia a hacer caso omiso del Concilio, alegando que se veía un intento por destruir la Iglesia.

En todo lo escrito, el Concilio Vaticano II o «Concilio del Papa Juan», como se le llamaba, era el protagonista. Lo ocurrido en la Basílica de San Pedro entre octubre de 1962 y diciembre de 1965 abarca toda la historia. El Vaticano impulsó esta idea y la sigue promoviendo hoy en día, juzgando prácticamente todo problema que surge, «de acuerdo con el Concilio», haciendo referencia en ocasiones a la «Iglesia Conciliar». En un sentido verdadero, los documentos del Vaticano II son las nuevas Escrituras Sagradas.