Después del Imperio

Theodore Dalrymple
Sacado del libro “Our culture, what’s left of it”.
Primavera 2003

Tan pronto como terminé la carrera de médico, me trasladé a Rhodesia, que iba a transformarse en Zimbabue unos cinco años después. En la década siguiente, trabajé y viajé mucho por África y no puede evitar reflexionar sobre asuntos como el choque de culturas, el legado del colonialismo y las consecuencias prácticas de las buenas intenciones que se formulan sin comprender la realidad. Poco a poco llegué a la conclusión de que los ricos y poderosos sí que pueden tener un efecto sobre los pobres e indefensos – quizás pueden incluso transformarlos – pero no siempre (de hecho, nunca) de la manera que ellos querían o anticipaban. La ley de las consecuencias inesperadas es más fuerte que el poder más absoluto.

Fui a Rhodesia porque quería ver el último reducto de colonialismo en África, las últimas boqueadas del imperio británico, que tanto había hecho para dar forma al mundo moderno. Es cierto que Rhodesia se había rebelado contra la madre patria y era un estado paria, pero todavía era claramente británica en todo menos el nombre. […]

[…] A mi llegada esperé encontrar una nación en crisis y decadencia. Por el contrario, encontré un país que aparentemente estaba prosperando: sus carreteras gozaban de un buen mantenimiento, su sistema de transporte funcionaba, sus pueblos y ciudades estaban limpios y manifestaban un orgullo municipal que había desaparecido en Inglaterra hacía mucho tiempo. No había cortes de electricidad o escasez de alimentos básicos. El gran hospital en el que iba a trabajar, aunque austero y algo falto de comodidades, estaba extremadamente limpio y era operado con una eficiencia ejemplar. El personal, mayoritariamente negro excepto por sus profesionales más veteranos, presentaba una vibrante camaradería y el hospital, como descubrí, tenía una reputación de ser el mejor en atención médica en muchos kilómetros a la redonda […]

Yo, que tenía un salario bajo […], gozaba de un nivel de vida que, desde entonces, sólo he vuelto a alcanzar  en raras ocasiones. […] Los verdaderos lujos eran el espacio y la belleza – y el tiempo para disfrutarlos. Con otros tres médicos jóvenes, alquilaba una casa colonial grande y elegante […], cuidada por un jardinero llamado Moses […]. Rodeando la casa había una terraza de baldosa roja, en la que se servía el desayuno sobre mantelería blanca, mientras la luz suave del amanecer se difundía a través del follaje de las jacarandas y árboles de fuego; incluso el grito chillón del pájaro turaco se oía agradable. Fue la única época de mi vida en la que me levantaba de la cama sin lamentarlo en lo más mínimo.

Trabajábamos duro: nunca he trabajado más duro que entonces […] El lujo de nuestra vida era que, una vez acabábamos nuestro trabajo, nunca teníamos que ocuparnos de ninguna otra tarea. El resto de nuestro tiempo se dedicaba a la amistad, al deporte, al estudio, a la caza – a lo que quisiéramos-, todo ello en un entorno bellísimo […]

Por el contrario, nuestras relaciones con nuestros colegas médicos africanos eran más tajantes […] Al contrario que en Sudáfrica, en la cual los salarios se pagaban siguiendo una jerarquía racial (primero los blancos, después los indios y gente de color y, por último, los africanos), los salarios en Rhodesia eran iguales para los blancos y los negros que hacían el mismo trabajo, así que un médico negro joven recibía el mismo salario que yo. Pero había una gran diferencia en nuestros niveles de vida […]

Los médicos negros jóvenes, que ganaban el mismo salario que los blancos, no podían alcanzar el mismo nivel de vida que nosotros por una razón muy simple: debían cumplir un número enorme  de obligaciones sociales. Se esperaba que aportaran económicamente a un círculo de familiares cada vez más grande (algunos de los cuales habían invertido en su educación) así como a la gente de su aldea, su tribu y su provincia. Un salario que permitía a un blanco vivir como un señor porque no tenía estas obligaciones, a un negro sólo le servía para elevarse ligeramente sobre el nivel de vida de su familia. Por lo tanto, el mismo salario que ganaban los blancos era claramente insuficiente para proveerles el nivel de vida que veían en éstos y que la naturaleza humana les hacía desear […] De hecho, un salario mil veces mayor apenas hubiera sido suficiente para proveer este nivel de vida, ya que sus obligaciones aumentaban proporcionalmente a sus ingresos

Estas obligaciones explican también el hecho (a menudo mencionado con desdén por los antiguos colonizadores) de que, cuando los africanos se mudaban a las casas de campo hermosas y buen amuebladas de los que habían sido sus amos coloniales, estas casas degeneraban rápidamente en una especie de chabola mejor y más espaciosa. Como, técnicamente hablando, los médicos africanos eran completamente iguales en sus capacidades médicas a los blancos, la degeneración de las casas de campo coloniales no tenía nada que ver con que los africanos no tuvieran la habilidad intelectual para darles mantenimiento. Por el contrario, el afortunado heredero de una de esas casas pronto se veía abrumado por familiares y otros que tenían demandas sociales sobre él. Éstos incluso llevaban sus cabras con ellos y una cabra puede deshacer en una tarde lo que se ha tardado décadas en crear.

Es  fácil ver por qué una administración pública pudo mantenerse con eficiencia y sin corrupción mientras fue controlada y manejada por blancos en sus niveles más altos, pero no pudo hacerlo por mucho tiempo cuando fue manejada por africanos que se suponía que debían seguir las mismas reglas y procedimientos. Lo mismo se cumple, por supuesto, para cualquier otra actividad administrativa, pública o privada. La tupida red de obligaciones sociales explica por qué, mientras hubiera sido impensable sobornar a los funcionarios de Rhodesia, sin embargo, unos pocos años más tarde, hubiera sido impensable no sobornar a los funcionarios de Zimbabue, que hubieran sido criticados si no hubieran obtenido para sus familiares todas las ventajas que les pudieran proporcionar sus puestos de funcionario. De este modo, las mismas tareas en las mismas oficinas, cuando son llevadas a cabo por gente de diferentes entornos culturales y sociales, producen resultados muy distintos. […]

Por supuesto, la solidaridad y las obligaciones sociales inescapables que corrompían la administración pública y privada en África también daban un encanto y humanidad únicos a la vida africana y servían para proteger a la gente de las peores consecuencias de las desgracias que les golpeaban. Las personas siempre tenían familiares cuyo deber incuestionable era ayudarlos y protegerlos si podían, de forma que nadie tenía que enfrentar el mundo completamente solo. Los africanos consideran desconcertante e insensible el hecho de que nosotros no tenemos dichas obligaciones – y no se equivocan completamente.

Estas consideraciones ayudan a explicar la paradoja que se presenta a tantas personas que visitan África: la decencia, amabilidad y dignidad evidentes de la gente corriente y la iniquidad, deshonestidad y crueldad incomprensibles de los políticos y administradores. […]

De hecho, lo que causó tantos desastres fue la imposición del modelo europeo de estado-nación, que era especialmente inadecuado para África. Sin lealtad a la nación, sólo a la tribu y a la familia, los que controlan el estado sólo pueden verlo como un objeto e instrumento de explotación. Para las personas ambiciosas, ganar poder político es la única forma para alcanzar el nivel de vida mucho más alto con el que los colonizadores les tentaron durante tanto tiempo. Dada la maldad natural de los seres humanos, es ilimitado lo que están dispuestos a hacer para alcanzar el poder – junto con sus seguidores, que esperan compartir el botín. El hecho de que, en la vida política africana, quien gana obtiene todos los recursos es lo que hace este proceso especialmente despiadado.

Pero es importante entender por qué está equivocada otra explicación ofrecida para el desorden poscolonial en África  – la opinión de que la culpa la tiene la falta de gente africana educada en el momento de la independencia […] Y, por lo tanto, la solución es obvia: educar a más personas. La educación en África se convirtió en un dogma laico que era impío cuestionar.

La expansión de la educación en Tanzania, donde viví por tres años, fue realmente dramática. […] Desafortunadamente, este esfuerzo tenía un aspecto menos loable y, con toda seguridad, dañino. El objetivo de la educación era, en casi todos los casos, que un miembro de la familia como mínimo escapara a […] la vida rural y entrara en la administración pública, en la que estaría en posición de extorsionar la única gente productiva del país – es decir, los campesinos de los que procedía. El hijo que trabajaba en el gobierno era seguridad social, pensión de jubilación e ingreso seguro, todo en uno. Se veía a la agricultura, que era la base económica imprescindible del país, como la ocupación de zoquetes y fracasados y, por lo tanto, no era sorprendente que la educación de un número cada vez más grande de funcionarios públicos fuera de mano en mano con una economía que se reducía cada vez más. También explica porque no hay correlación entre el número de graduados universitarios en el momento de la independencia y el posterior éxito económico.

La  premisa ingenua sobre la que se basa el argumento a favor de la educación es que ésta contrarresta y vence a una cosmovisión cultural. Según esta teoría, un hombre educado es un clon de su educador y comparte su cosmovisión y todas sus actitudes. Pero, de hecho, lo que resulta es un híbrido curioso cuyas creencias fundamentales pueden ser impermeables a la educación que recibió. […]

Después de varios años en África, concluí que el periodo colonial había sido incorrecto y equivocado, incluso cuando, como en sus etapas finales, sus intenciones habían sido benévolas. El bien que hizo fue efímero, el daño que hizo fue duradero. Los poderosos pueden cambiar a los indefensos, es cierto, pero no en la forma que desean hacerlo. La imprevisibilidad de los humanos es la venganza de los indefensos. A menudo, lo que resulta de la intervención colonial es algo peor, o al menos más despiadado, que lo que había antes, porque está mejor equipado. Ciertamente, las buenas intenciones no son garantía de buenos resultados.