El progre traveller

EL PROGRE TRAVELLER.
F.L.Mirones

El milenial Enestepaís que visita lugares gusta de verse a sí mismo como un viajero, no sabe que en realidad es un turista barato.

Llega a lugares remotos y quiere ver a gente que viva en chozas, malocas o cabañas, descalzos con gallinas, caballos y carros alrededor. Se llenan de alborozo sonriendo ante lo que creen auténtico y primigenio, “originario” dicen ellos. Pero es miseria.

Retratan hogares en los que no dormirían. Les gusta fotografiarse con personas que viven de forma incómoda, porque ellos solo van un rato, y después regresan a su piso colmena en Bogotá o Madrid, que es feo si, pero muy confortable.

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Hasta aquí bien. Lo malo es cuando estos coleccionistas de tradiciones que pagan otros, además de aprovecharse de ellos, nos quieren vender que son sus defensores.

Compran alguna baratija y se la ponen de inmediato para seguir siendo blancos o mestizos, pero parecer condescendientes con esos otros seres humanos a los que observan como si fueran animales en peligro de extinción.

Son racistas inversos, practican xenofilia y no lo saben. Tratan con paternalismo a otras razas, y no se dan cuenta de que pensar que esos seres humanos son todos buenos y puros es discriminatorio. Ven al blanco europeo o norteamericano como un ser diabólico, y a los del poblado como seráficos espíritus bondadosos.

Hacen lo mismo con los animales salvajes. Todos los años mueren devorados decenas de amantes de los osos, los leones y los hipopótamos. ¡A mi no me harán daño porque yo los amo! Y ¡zás!

El milenial Enestepaís vuelve a su casa y llena las paredes de fotos y posters originarios, y les cuenta a sus amigos en el bar su viaje como Avatar a las tierras salvajes.

No quiere que esos pueblos tengan hospitales, vacunas y coches como ellos. Que vayan descalzos caminando y continúen ahí, sufriendo, para que ellos hagan sus fotos de Passional Geographic dos veces al año.

Critican al gobierno y a las multinacionales malosas pero tienen luz, agua y Coca-cola en la despensa. Votan para que nadie les estropee su parque temático étnico y gratuito, eso es progresista y les hace buenas personas. Los ricos son malos mientras no consigan ser uno de ellos.

El milenial Enestepaís odia a los sacerdotes y a los ejércitos. Se disfraza de pobre para simular bonomía, pero lleva la Visa escondida en la cartera de artesanía wayúu.

No se da cuenta de que no aporta nada, gasta muy poco, no deja beneficios con su visita, tampoco dona ni ayuda. Se lleva su foto sonriente entre niños con mocos que no se ríen y a los que ni siquiera les da una propina por robarles la dignidad.

Le encanta recorrer lugares pobres con sus Adidas, sus Levi’s y el humilde zurrón en bandolera donde guarda fulares de colores.

Pero estos tipos son millones, y votan, por eso están convirtiendo el mundo en un planeta de apariencias y prejuicios que regresa a la Edad Media. Se creen diferentes pero son iguales en todos los países, cortados por un patrón de egoísmo sin límites.

No ven la muerte en esos poblados, no ven ancianos enfermos porque no hay, fallecen y desaparecen de la vista. No se dan cuenta de que esos niños necesitarían gafas y tratamientos de los que carecen. Prefieren su estética izquierdista que la calidad de vida de esas gentes.

Sus países favoritos son India, Camboya, Brasil o cualquiera del África negra. Muchos colores. Se pintan el lunar en la frente e ignoran la ablación, las castas indúes, el machismo musulmán o la esclavitud. Si hay colorines. Flipan y dicen “mira son más felices que nosotros”. Si si, pero no se quedan.

Me los encuentro por todo el mundo, son inconfundibles. Me miran el bigote y el sombrero y me odian, soy para ellos la personificación de todos los males: blanco europeo, hombre, maduro y “rico”.

Nadie los quiere, no dejan dinero en el territorio, pero, eso si, un rastro en el suelo de superioridad moral.

Un aullido.