Los costos ocultos de la inmigración

Por Christopher Caldwell.

Traducido del original en inglés en la revista «Claremont Review of Books». Versión web en http://www.claremont.org/crb/article/the-hidden-costs-of-immigration/

fem

Pudo parecernos imprevisible pero, quizás un día, los historiadores considerarán inevitable que Donald Trump, en su campaña anti-establishment para la nominación del Partido Republicano, diera la lucha sobre el terreno de la política inmigratoria. Hoy es difícil recordar que fue el establishment, no Trump, el que insistió que la batalla se luchara en ese terreno. El candidato, en el discurso en que anunció su candidatura, pasó unos pocos minutos hablando de inmigración pero después habló de China, ISIS, Obamacare, la deuda nacional, la Segunda Enmienda, su deseo de ser una especie de Motivador Nacional y su propio patrimonio neto. El escepticismo de Trump sobre la inmigración masiva llamó la atención de sus principales oponentes y de los periodistas que informaban sobre su campaña porque parecía de locos – casi patético.

Durante una generación, la inmigración masiva ha recibido un lugar de honor en la teología de todos los partidos políticos. Se adapta al anti-racismo de los demócratas y a la economía de oferta de los republicanos. Las fronteras abiertas tienen una magia bipartidista. Cuando las necesidades de la inmigración entran en conflicto con las de la democracia, es la democracia la que se desecha. Las autoridades federales y estatales dejan sin cumplir, e incluso se burlan, de las leyes que regulan el empleo, la deportación, el acceso a los servicios públicos y los derechos de voto de los no ciudadanos. En un referendum celebrado en 1994, cinco millones de californianos intentaron negar las prestaciones sociales a los inmigrantes ilegales, dando a la Ley Estatal 187 una victoria arrolladora de 17 puntos en las elecciones.  Pero la Juez de Distrito Mariana Pfaelzer decidió que estaban equivocados. Y eso fue todo.

Por lo tanto, la inmigración es una sinécdoque [un ejemplo específico] de la forma en que la sociedad ha evolucionado durante el último medio siglo. La economía experimentó un auge conforme explotábamos recursos que nuestros antepasados no pudieron aprovechar debido a su atraso tecnológico y a lo que creíamos que era su atraso moral. Desde 2008, se ha visto claro que lo que parecía un auge era, en realidad, una burbuja, hecha de 45 billones de dólares de deuda del gobierno, de los negocios y de los hogares.

Los beneficios de la inmigración son obvios para todo aquel que alguna vez comió sushi, dejó una habitación de hotel desordenada y la encontró impecable cuando volvió unos minutos después o jugó al golf en tres o cuatro campos bien cuidados en la misma ciudad pequeña. Por el contrario, los costos de la inmigración se discuten sólo en rincones oscuros como tóxicas cadenas de comentarios en Internet o programas de radio emitidos mientras la gente conduce hacia al trabajo.

Además, los activos de la inmigración – ese sushi, esos campos de golf – vinieron inmediatamente. Por el contrario, los pasivos no fueron registrados en el balance general y todavía deben ser pagados. El presupuesto apenas registra la responsabilidad que tiene Estado del bienestar con los crecientes números de ancianos pobres. Además, es un costo enorme la adaptación de la constitución estadounidense a la inmigración, en vez de lo contrario. Son tan grandes las adaptaciones que requiere la inmigración masiva que sólo pueden ser consideradas un éxito si los beneficios económicos que las compensan son enormes. Lo mejor de la investigación económica reciente indica que no lo son.


Entre los economistas universitarios, George Borjas, un profesor de la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard, tiene reputación de desenmascarar los mitos y narrativas a favor de la inmigración. Ello no es debido a una hostilidad a priori contra la inmigración. En efecto, en 1962, cuando era niño, Borjas dejó Cuba después de que el gobierno de Castro confiscó la fábrica de ropa que tenía su familia. Así que él mismo es beneficiario de la apertura estadounidense [con los inmigrantes].

Pero cuatro décadas en la universidad han convencido a Borjas de que la mayoría de los que afirman que estudian la inmigración – en la universidad, el periodismo y la política – son, en realidad, defensores de la misma.  Una vez el economista Julian Simon (de la Universidad de Maryland) le advirtió que «personas que están en contra de la inmigración» estaban citando las conclusiones de Borjas e insistió que interviniera para parar esto. Cuando Borjas estaba estudiando si había una tendencia a que la calidad del trabajo de las oleadas de inmigrantes se deteriorara con el tiempo, un empleado de becas de la Fundación Rockefeller le recomendó que no abriera «esa caja de Pandora». Normalmente, la defensa de la inmigración es lo que lleva a los economistas a estudiarla, no viceversa. Borjas cree que los estudios que más circulan en la universidad, el periodismo y la política se destacan por «supuestos conceptuales arbitrarios, manipulaciones cuestionables de los datos y una tendencia a pasar por alto hechos incómodos»


Por lo tanto, su nuevo libro, We Wanted Workers [«Queríamos trabajadores»], femmuestra que mucho de lo que creemos sobre inmigración es dudoso o falso. No hay una escasez de doctorados en Biología en Estados Unidos – a pesar de años de advertencias alarmantes por parte de negocios y universidades de que se beneficiarían si hubiera más biólogos extranjeros. Los inmigrantes son, en promedio, siete años más viejos (44) que los nativos (37), a pesar de la retórica que hace de la inmigración un sinónimo de rejuvenecimiento. Y, a pesar de que del Departamento de Seguridad Nacional (Department of Homeland Security) asegura que, en 2012, había 11,4 millones de inmigrantes ilegales en el país, Borjas muestra que ese número es probablemente fraudulento. El Departamento llega a esa cifra usando censos de nacidos en el extranjero, restando el número de inmigrantes legales que han respondido a los encuestadores y suponiendo que, en este recuento, falta el 10% de los ilegales. A su vez, este último supuesto se basa en la sugerencia de un becario investigador sobre el recuento de mejicanos en el condado de Los Angeles en 2000. Los programas que se basan en ese estimado del 10% han acabado con un exceso espectacular de solicitudes. En 2015, cuando el Departamento de Automóviles de California ofreció permisos de conducir a los inmigrantes ilegales, el número de inmigrantes que aparecieron fue el doble del que se esperaba.

Borjas no es un historiador de la inmigración. Se siente incómodo discutiendo el tema en sus fascinantes aspectos no cuantitativos, como, por ejemplo, si la inmigración puede hacer que una cultura se desvíe por el mal camino. Pero las rigurosas ciencias sociales permiten  comprender mejor estos aspectos. Borjas dice que se sintió atraído a la economía de la inmigración por primera vez debido a la curiosidad de saber si las oleadas de inmigrantes cambiaban a lo largo del tiempo y, específicamente, si disminuía su calidad. Esta es una cuestión que muchos estadounidenses se preguntaban en los sesenta sobre los inmigrantes cubanos como Borjas y que Trump ha planteado en la actualidad sobre los inmigrantes mejicanos. («No envían a sus mejores», afirmó el año pasado).


De hecho, hay muchos motivos, en teoría, para esperar esa decadencia. Un gran número de inmigrantes puede reducir el «salario mínimo» y, por lo tanto, disminuir los incentivos para que vengan trabajadores calificados. Otro de los errores de los partidarios de la inmigración es suponer que los incentivos permanecen constantes a lo largo del tiempo.

Así, por ejemplo, la oleada diversa y políglota de inmigrantes del Mediterráneo y de Europa Oriental que llegaron a principios del siglo XX fue un éxito en prácticamente cada etapa. Constituyó las tres cuartas partes de la mano de obra de Henry Ford justo antes de la Primera Guerra Mundial. Después formaría el núcleo de una clase media tan bien asimilada que, para mediados del siglo XX, sería objeto de burlas de los cantantes folk y de los estudiantes radicales, que la calificaba como sosa, conformista y «blanca como la azucena». Pero sería ingenuo esperar resultados similares en un mundo en que la Universidad de California advirtió recientemente al personal docente que llamar a Estados Unidos «melting pot» [«un crisol de culturas»] es cometer una «microagresión» contra las minorías.

[«Melting pot» (el crisol donde se mezclan los diferentes metales fundidos para hacer una aleación) era la metáfora usada durante el siglo XX para la inmigración de Estados Unidos. Esto significaba que las diversas culturas de los inmigrantes se fundían y creaban un solo pueblo (es decir, lo que se conoce como integración de los inmigrantes), aportando un toque al conjunto. En la actualidad, el multiculturalismo imperante rechaza esta metáfora pues indicaba que los inmigrantes debían abandonar su cultura para fundirse en una única cultura americana, perdiendo su identidad.

femLa doctrina oficial actual prefiere pensar en Estados Unidos como un «Salad Bowl» (bol de ensalada de diferentes ingredientes), es decir, un mosaico de culturas, en las que cada cultura se mantiene pura, sin perder su identidad, aunque compartiendo un territorio con las otras culturas]

Como los incentivos cambian, los inmigrantes mejicanos actuales aprenden inglés más lentamente que sus predecesores hace un par de décadas. Borjas echa la culpa al crecimiento de enclaves étnicos. Probablemente la integración económica también se ha desacelerado, pero esta desaceleración  puede ocultarse si uno es selectivo con los datos. Así que el Wall Street Journal tranquiliza a sus lectores afirmando que los «hijos de la inmigración» viven mejor que la generación de sus padres desde el punto de vista económico. Borjas muestra que esto no es necesariamente cierto. El salario mínimo para inmigrantes que, hace una generación, era 11% más bajo que el de los nativos, ha pasado recientemente a ser un 28% más bajo.

El Journal empareja los inmigrantes recientes con los hijos de inmigrantes que llegaron hace décadas. Por lo tanto, da un enorme empujón completamente injustificado a la creencia de que la integración de los inmigrantes va sobre ruedas. Si comparas el actual personal de cocina de Mi Taco Sabroso con los  hijos de ejecutivos de empresas petrolíferas que huyeron de la revolución del Ayatola Jomeini en 1979, llegarás a la falsa conclusión que los pobres inmigrantes de primera generación producen millonarios en la segunda generación.

El escepticismo de Borjas con el relato común sobre la inmigración es más irrefutable porque él parece no ser nada inconformista en casi todos los aspectos de las ciencias sociales. Los economistas, como todos los especialistas del conocimiento, suelen ser prisioneros de la agenda de investigación que fijan sus contemporáneos más talentosos. Borjas no tiene cuentas que ajustar con esa agenda, que se centra de forma obsesiva en descubrir fanatismos y prejuicios. Así que Borjas cita un estudio del economista Stephen Trejo que muestra que la mayor juventud, el peor inglés y la peor educación explican las tres cuartas partes de las diferencias entre los salarios de los mejicanos y los blancos estadounidenses pero sólo explica una tercera parte de las diferencias entre blancos y negros. Borjas afirma que ello «lleva a la conclusión de que gran parte de estas diferencias refleja los efectos perniciosos de la discriminación por raza». Pero ¿cómo se llega a esta conclusión? Borjas no cita ninguna evidencia que lleve a ella.

«A largo plazo», escribe en otra parte, «la inmigración puede ser fiscalmente beneficiosa porque los gastos de la Seguridad Social que no pueden financiarse serán insostenibles y necesitarán, o bien un aumento considerable de los impuestos, o una reducción considerable de las prestaciones». Pero estas necesidades no hacen prudente o recomendable añadir más gastos que no pueden financiarse, en forma de costos de jubilación de los inmigrantes.

Por lo tanto, la crítica de Borjas al relato común sobre la inmigración no tiene ninguna motivación política. Se limita a los aspectos en los que este relato no se sostiene bajo sus mismos supuestos. Si ha llegado a conclusiones más pesimistas que las de sus colegas, no es porque discrepa con su ideología sino porque corrige sus errores. Algunos de estos errores se explican en su libro «We Wanted Workers». Examinemos tres:

1. Los inmigrantes son más dependientes de las ayudas sociales que lo que indican las estadísticas más citadas y mucho más que la población en general. 

Si se miran los datos de la Encuesta Oficial de Ingresos y Participación en los Programas, se encuentra que el 46% de hogares encabezados por inmigrantes recurren a las ayudas sociales de una forma u otra en contraste con el 27% de hogares encabezados por estadounidenses. Sin embargo, los partidarios de la inmigración masiva (desde trabajadores sociales al periódico económico Wall Street Journal), prefieren usar datos diferentes de esta Encuesta, que sean más fáciles de manipular y clasificarlos por individuos en vez de por hogares. Esto suena más … individualista. También da la impresión que la proporción de dependencia de las ayudas sociales de los inmigrantes y los nativos es más similar. Pero Borjas muestra que es un truco. Si una madre soltera ilegal mejicana, por ejemplo, tiene dos hijos después de llegar a Estados Unidos y acaba viviendo de las ayudas sociales, el sistema muestra un aumento de un inmigrante y dos nativos. El Estado del Bienestar es apuntalado por los hogares nativos, cada uno de los cuales paga, según estimación de Borjas, alrededor de 470 dólares por año para cubrir las pérdidas debidas a la inmigración.

2. La competición de los inmigrantes reduce drásticamente los salarios de los trabajadores que cuentan con títulos similares.

Esta es la clase de conclusión de sentido común que se entiende sin que uno necesite pasar un día en la clase de Economía. Sin embargo, durante tres décadas, los economistas se han aferrado ciegamente a la doctrina de que los inmigrantes producen economías más eficientes sin reducir los salarios de los sectores laborales en los que trabajan. Esto es una tontería: las economías son más eficientes porque justamente los salarios son más bajos.

Borjas pone como ejemplo un celebrado estudio sobre el Éxodo del Mariel, realizado en 1990 por David Card, economista laboral de Princeton. En el curso de unas pocas semanas de 1980, el gobierno de Castro autorizó a 125 mil personas – una mezcla de disidentes, criminales y jóvenes ambiciosos – a huir de Cuba y llegar a Florida. A pesar de lo que (en la época antes de que China entrara a la economía global), Card no encontró evidencia de que los inmigrantes deprimieran los salarios del área de Miami. Por ello, los políticos han citado este estudio desde entonces. Barack Obama lo sacó a la luz en 2014. Es util. Pero Borjas muestra que está equivocado. Card había considerado los trabajadores de Miami como un todo. Se escondió en este grupo más grande a los habitantes de Miami con los que los «marielitos» competían más directamente  (gente que no había acabado el instituto). Una vez que se aisló a los trabajadores más pobres, fue fácil mostrar que el salario semanal se redujo entre 1979 y 1985. De hecho, cayó en un asombroso monto de 100 dólares por semana. Los conjuros sobre la diversidad no abolen la ley de la oferta y la demanda. Después de una redada en una fábrica de pollos en Stillmore, Georgia, que hizo salir bruscamente a trabajadores ilegales, la fábrica tuvo que contratar a trabajadores locales y lo hizo con salarios considerablemente más altos.

Que los inmigrantes ayuden o dañen a un sector de la economía depende de si entran como «complementos» o como competidores. Los inmigrantes de hoy son complementos para gente rica, que tiende a no trabajar como sus propios chóferes, chefs, jardineros o empleadas de hogar. Otros hacen esos trabajos. Si el costo de estos trabajos se hace menor, mejora la vida de los ricos y puede aumentar el número de gente que puede vivir como rico. Por el contrario, la vida de los nativos que solían hacer esas tareas empeora. La regla empírica es que cada vez que la fuerza laboral aumenta un 10% en un sector de la economía, esto produce una reducción de un 3% en los salarios.

3. El efecto principal de los inmigrantes en el país que los recibe es una masiva redistribución regresiva de ingresos y riqueza entre los nativos [es decir, entre los nativos, los ricos se hacen más ricos y los pobres se hacen más pobres]

Para Borjas, este efecto redistributivo es «el hallazgo principal que he deducido de décadas de investigación sobre la economía de la inmigración». El resultado principal de la inmigración no es la creación de riqueza. No es el emprendedurismo. No es la diversidad. Es la redistribución [de ingresos] delos pobres a los ricos. Que esto desentona tanto y suena tan increíble a la gente contemporánea muestra cuánto se ha censurado la discusión sobre economía de la inmigración – pues este ha sido siempre una de las conclusiones básicas indiscutibles de la mayoría de modelos económicos de inmigración.


Borjas quiere que sepamos que, cuando los economistas predicen grandes beneficios económicos de las fronteras abiertas, usan ecuaciones concebidas por economistas específicos, que a menudo tienen una agenda [política]. En el modelo más básico de una economía abierta, con el mundo dividido entre un hemisferio sur relativamente pobre y un hemisferio norte relativamente rico, y sin fricciones ni costes de desplazamiento, encontraríamos que la mayoría del mundo se enriquece con el libre movimiento. Pero pensemos el motivo. Bajo este modelo, la inmensa mayoría de trabajadores del hemisferio sur – miles de millones de ellos – se trasladarán al norte.

Que tanta gente quiera desplazarse no es completamente inverosímil. Casi un tercio de los nacidos en la isla de Puerto Rico – que son ciudadanos americanos – se han trasladado al Estados Unidos continental. En 2015, la «lotería de la diversidad» estadounidense para inmigrantes obtuvo 15 millones de solicitudes para 50 mil plazas.

Según Borjas, el mundo se hace más rico porque

los salarios de la fuerza laboral nativa del norte bajarán casi un 40%, mientras los trabajadores del sur aumentarán sus salarios más del doble. Vale la pena mencionar un último impacto redistributivo – y, de nuevo, es otras de esas estadísticas molestas que se esconden bajo la alfombra: en todos los países del mundo, el ingreso de los capitalistas aumentará casi del 60%.

Este modelo «básico», del cual provienen casis todas nuestras proyecciones de los beneficios de la inmigración, está basado en supuestos extremadamente optimistas. Supone que el masivo ingreso de extranjeros no hará nada para alterar la infraestructura, constituciones y asociaciones que son la causa de la ventaja competitiva de las economías avanzadas. Si eso cambia — y los hospitales abarrotados, la acción afirmativa y los programas de educación bilingüe son evidencia de que lo hacen — entonces se evaporan las «ganancias» de la inmigración. Incluso pueden convertirse en pérdidas.


femEn 1995, Borjas intentó estimar los efectos reales de la inmigración en los Estados Unidos y publicó sus conclusiones en  Journal of Economic Perspectives. Halló que el Producto Interior Bruto aumentó en 2,1 billones de dólares, pero casi todas estas ganancias —98%— beneficiaron a los mismos inmigrantes. No perdamos en vista que esas ganancias constituyen un aumento grande de la felicidad del mundo. Si juzgáramos la inmigración de fronteras abiertas no como una política económica sino como un programa de cooperación internacional, podríamos considerarlo un éxito.

Pero no lo estamos haciendo. Cuando los economistas hablan de «ganancias» de la inmigración, hablan sobre el restante 2%—sobre 50 mil millones de dólares. Este «superávit» oculta una transferencia extraordinaria de ingresos y riquezas. Los capitalistas nativos ganan 566 mil millones de dólares. Los trabajadores nativos pierden 516 mil millones.

Los efectos de la inmigración sobre el crecimiento son pequeños — “prácticamente nulos en el mejor de los casos” es cómo Borjas lo expresa sobre el final de su libro. Pero los efectos redistributivos—de pobre a rico, de los trabajadores a los financieros—son asombrosamente grandes. El rol de la inmigración en producir desigualdad parece comparable al de los villanos citados más comúnmente: la tecnología, el comercio internacional, las bajadas de impuestos.

Como siempre, Borjas evita las implicaciones políticas de estas cuestiones. Ello es útil para la explicación. Si vale la pena preocuparse por la desigualdad creciente, depende de las opiniones políticas; si vale la penar luchar contra ella, depende de la ideología. Algunas personas considerarán que la desigualdad creciente presagia un proceso peligroso que lleva a la plutocracia [al gobierno de los ricos]. Pero hay otras opiniones posibles. La inmigración masiva tomó impulso a mediados de los años setenta, que era la década más igualitaria socioeconómicamente de la historia de Estados Unidos y, al mismo tiempo, como nuestra década, cuando el país pareció que había perdido mucha de su competitividad. Un partidario del libre mercado podría decir que había una burbuja de salarios ocasionada por un mercado con escasez de mano de obra barata. El problema económico principal de las democracias occidentales – sobre todo Gran Bretaña, pero también los Estados Unidos – parecía ser el poder de los sindicatos. La inmigración ha sido siempre el método más comprobado de romperlos.

La gente puede diferir sobre si la inmigración es siempre una buena política, si fue necesaria en los años setenta pero no lo es o si fue un error desde el principio. Pero hay un inquietante elemento no económico que no podemos pasar por alto. Cuando subían los precios del petróleo, se solía decir que Estados Unidos estaba importando inflación para mantener un nivel de vida que no podía mantener. De manera similar, con la inmigración, tal vez estamos importando oligarquía.