El problema no es que les falte experiencia… es que tienen mucha, de la mala

Domingo Soriano

Tomado de aquí

La discusión gira alrededor de dónde gastar los fondos y cómo controlarlos. Pero el punto de partida es que la decisión tienen que tomarla ellos.

La discusión gira alrededor de dónde gastar los fondos y cómo controlarlos. Pero el punto de partida es que la decisión tienen que tomarla ellos.

Miembros del Gobierno, el pasado domingo, en la escalinata del Congreso, durante la celebración del Día de la Constitución. | EFE

«La burocracia es una construcción por la cual una persona es convenientemente separada de las consecuencias de sus acciones», Nassim Nicholas TalebSkin in the game – Jugarse la piel.

Tengo que dejar de citar a Taleb. Empieza a ser preocupante. También es verdad que casi para cada cosa que escribo siento que tiene la respuesta en una frase.

El tipo es bueno incluso con los nombres. A veces, demasiado bueno. Por ejemplo, el título de su último libro –Jugarse la piel- enseña tanto como oculta. En un primer vistazo esa idea de jugarse la piel tiene mucho atractivo. Evoca a justicia. A que todos soportemos el peso (bueno y malo) de nuestras acciones. Y sí, algo de eso hay cuando advierte sobre políticos, consejeros delegados o profesores de universidad que toman decisiones o dan consejos en los que existe un enorme riesgo asimétrico: si salen bien, ellos ganan (quizás otros también, pero ellos, desde luego, serán muy beneficiados); y si salen mal, ellos no pierden (o pierden muy poco en relación al daño causado).

El ejemplo más bestia que usa Taleb es el de esos halcones de la política exterior que postulan intervenir en una guerra sabiendo que los que marcharán a Oriente Medio a jugarse la vida serán otros, no ellos ni sus hijos (como sí hacían, por otro lado, los señores feudales de la Edad Media o, a otro nivel, el propio Churchill). Si el presidente de EEUU o los senadores del comité de Asuntos Exteriores, viene a decir el libanés, tuvieran que dirigir a sus tropas en el campo de batalla… quizás no estarían tan tentados a involucrarse en conflictos en los que su país no se juega demasiado.

Pero hay algo más. Sería un error que nos quedásemos sólo con lo de la justicia y la reciprocidad. La clave del skin in the game no es sólo que sea más equitativo. Es que además es más eficiente. Sólo los que soportan las consecuencias de sus acciones aprenden realmente de ellas. Hay demasiados efectos que no se pueden explicar, conocimiento implícito que es imposible transmitir, aprendizaje que no se puede adquirir en un libro o un informe.

En política por ejemplo, de todas las campañas de imagen a las que nos tienen acostumbrados nuestros líderes, una de los pocas que me parece que tiene algún sentido es el postureo-Metro: me refiero a esos nuevos alcaldes que se vanaglorian de viajar cada día en transporte público. Y sí, sé que esto habría que verlo, porque en muchos casos la coherencia dura lo que la foto en la portada del periódico del día siguiente. Pero si fuera cierto, estaría bien. Si quieres saber lo que piensa un usuario… tienes que ser un usuario. También es cierto que habría que recordar a estos mismos políticos, sobre todo a la izquierda, que no todos sus ciudadanos viajan en metro o autobús: hay que turnarse, un día al metro y al siguiente, a las 8.30 a la M-30, para ver lo que se siente ahí, atrapado en un atasco. En cualquier caso, lo que es evidente es que el madrileño medio (o parisino, o londinense) no acude a su trabajo cada día en coche oficial. Repetimos, no es sólo por justicia o imagen: es que, si no lo vives, ningún informe sobre la evolución del tráfico o las facilidades de aparcamiento en el centro te servirá de mucho.

¿Poca experiencia?

Sobre la clase política actual, por ejemplo, denunciamos a menudo su escasa preparación. Y es cierto que hay ejemplos llamativos y que la comparación con los miembros de la generación de la Transición es, en ocasiones, sangrante. Pero también creo que muchas veces exageramos. La ilusión del pasado nos puede y nos olvidamos de que también en los años 70-80 algunos de los personajes más relevantes de nuestro panorama político tenían tirando a pocas lecturas. Si fueron buenos o malos no fue precisamente porque pudiesen citar de memoria a Cicerón, Locke o Tocqueville.

En la misma línea, señalamos su falta de experiencia, sobre todo en el sector privado. Aquí sí nos acercamos más a esa idea a la que aludía antes de que se aprende más si te toca vivirlo en primera persona. ¿Cuántos, de entre los 350 diputados y los 265 senadores: (1) han montado una empresa, (2) han cobrado fuera del partido durante un 20-30% del tiempo de su vida activa, (3) han tenido un contrato temporal en los últimos 10 años, (4) han trabajado en una fábrica, un hotel, una explotación agrícola, (5) han tenido trabajadores a su cargo y a su coste, (6) tienen titulaciones de carácter técnico, ya sea de FP o de carreras de la rama de ingeniería o ciencias?

Probablemente, a todas estas preguntas y a otras similares la respuesta sería «Pocos, menos de los que sería necesario». El retrato robot del político español es el de un licenciado en Economía, Derecho, Políticas (o alguna otra carrera similar), muchos de ellos funcionarios o con empleos en organismos públicos; que desde muy joven entró en política o se relacionó con algún partido desde el ministerio o la consejería en la que estaba empleado; y que se ha mantenido a sueldo de la administración o el partido casi toda su vida profesional. No todos son así ni meterte en las juventudes de un partido con 20 años es como vivir en Marte: se puede mantener el contacto con la realidad también desde Génova y Ferraz, pero bastante de esto sí que hay. Y esto vale para PP y PSOE, pero también para muchos de los recién llegados: en Podemos o Más País, desde luego cumplen este perfil; en Ciudadanos o VOX han intentado que hubiera algo más de variedad.

En cualquier caso, esta columna no iba de esta cuestión, que ya es casi un lugar común. Todas estas vueltas son para decir que a mí me preocupa más el exceso de experiencia que se deriva de ese perfil, que las carencias que a veces denunciamos. El problema no sólo es la falta de preparación: desde Calviño a Escrivá, pasando por Duque o Castells, hay ministros, en éste y en los demás gobiernos, con excelentes CV (también los hay que apenas podrían rellenar medio folio, eso es cierto). El problema es lo que esa experiencia te ha enseñado y para qué te predispone.

La carrera laboral de un político profesional, un profesor de universidad o un funcionario tiene muchos puntos en común:

  1. tienes que concentrar mucho trabajo en pocos años, normalmente en tu juventud, con un objetivo determinado que se sustancia en una prueba a todo o nada (unas elecciones, un examen, una oposición, una plaza en el departamento y la universidad deseados…);
  2. si no logras el objetivo marcado (por ejemplo, porque no sale la plaza o tu corriente dentro del partido es derrotada) te puedes quedar sin nada y todo ese esfuerzo se pierde (o casi, porque siempre hay alguna salida);
  3. a cambio, si superas el examen, disfrutarás de una enorme tranquilidad: tu carrera laboral está resuelta y sabes que siempre habrá un lugar al que volver si las cosas salen mal (incluso, puedes probar otras cosas, sabiendo que dispones de una sólida red de seguridad);
  4. y, por supuesto, el desempeño diario apenas tiene impacto en tu situación ni hay un sistema de premios-castigos asociado al mismo. Puede haber métodos de medición, pero no hay un cliente al que rendir cuentas, que te castiga de forma inmediata y te hace saber que ya no le aportas el valor suficiente como para que te siga pagando.

Saben aquello de que al que tiene un martillo todos los problemas le parece que tienen forma de clavo. Ahora piensen en un Congreso o un Consejo de Ministros monopolizado por profesionales que se han formado en este entorno, que no tiene nada que ver con el día a día del empresario o trabajador medio del sector privado. ¿Saben que existe otra realidad? Sí, han leído de ella. Incluso se la han contado, en ocasiones amigos o familiares cercanos. Pero, ¿cuánto tiempo han estado expuestos a la misma? ¿qué saben del mercado real: el de los clientes que pagan tarde, los proveedores que aprietan, la competencia de un nuevo producto que acaba de sacar una empresa alemana, la diferencia entre el plazo para pagar impuestos y el plazo para cobrar las devoluciones de Hacienda?

Cuidado, también hay otros aspectos en los que este tipo de perfiles podría dar lecciones: intuyo que hay pocas experiencias más estresantes y duras en la vida que los días previos al examen de una oposición. No quiero decir aquí que no se lo hayan currado o pintar la caricatura facilona del funcionario acomodado: lo que digo es que esta experiencia tiene muy pocos puntos en común con la del trabajador medio del sector privado. En el mercado no suele haber ese tipo de pruebas a todo o nada de las que hablábamos antes, la realidad es mucho más parecida a un examen continuo y con múltiples interacciones. Casi ninguna empresa triunfa o quiebra porque consiga o se le caiga un cliente o un contrato.

De hecho, por todo esto, un Congreso en el que sólo hubiera empresarios tampoco funcionaría. No tendría sentido que no hubiera nadie, entre quienes vayan a elaborar las leyes, que conozca por dentro la Administración, cómo piensan los funcionarios, los incentivos que les mueven o el día a día en un Ministerio.

Facturas sin pagar

Y que quede claro que no hablamos sólo de experiencia profesional. Va mucho más allá: si nunca has estado pendiente de una factura sin pagar… es muy difícil que legisles pensando que hay facturas sin pagar. No lo digo por decir: esto de la experiencia nos pasa a todos. También a los periodistas. En realidad, este artículo empezó a escribirse la semana pasada, cuando terminaba la columna sobre las propuestas para implantar la semana de cuatro días. Más allá de la discusión económica, lo que me llamó la atención es el contexto en el que Errejón, Iglesias, Díaz… y yo mismo comentábamos la medida, tanto a favor como en contra: el contexto de unos tipos que trabajan con un ordenador, que pueden organizar con bastante libertad su jornada, que ya pasan parte de su día a día teletrabajando desde casa, etc. Estaba terminando el artículo cuando pensé que a una cajera del súper o a un camarero o un taxista todo aquello le sonaría a chino. Para su trabajo, la discusión sobre productividad o sobre hacer en 32 horas lo mismo que antes hacías en 40 es absurda.

Ahora que los temas de moda son los 140.000 millones que nos van a llegar de Europa, la salida de la crisis de la covid-19 o el cambio de modelo productivo, me temo que las anteojeras de la política estrecharán todavía más el campo de visión. No ha habido apenas iniciativas (que yo sepa, de ningún partido) que planteasen algo tan sencillo como que los fondos europeos se destinaran a rebajas de impuestos, para que fueran los trabajadores y empresarios los que decidiesen dónde podían usarse mejor (aquí lo explicaba hace unos meses, con mucha claridad como casi siempre, Benito Arruñada). La discusión gira alrededor de dónde gastar esos fondos y cómo controlar su destino. Pero el punto de partida es que la decisión tienen que tomarla ellos.

En esa postura hay algo de ideología: no es el tema de este artículo, pero es la otra pata preocupante de la política española, lo poco presentes que están las opciones no intervencionistas (incluso entre los que se llaman liberales).

Pero el problema no es sólo ideológico. Intuyo que hay también una razón que diría casi vital: es que no se les pasa por la cabeza. Llevan toda la vida en un entorno en el que la burocracia es la que reparte los fondos. Lo han hecho toda su vida. Y muchos sienten que ellos son honrados y que lo hacen buscando el bien común. Son rentistas que vigilan, controlan, organizan, respiran… como rentistas. No hay mayor monopolio que el que tiene un funcionario sobre su plaza, no sujeto a ninguna competencia. Si vives en el monopolio cada día, tu marco mental es el del monopolio.

Mi desconfianza de la política nunca se ha basado en que piense que los que se dedican a esta tarea sean malas personas. Entre los que yo he conocido, hay de todo (también es verdad que suelen empeorar una vez entran en ese juego, porque es un entorno que premia la mentira, el cinismo y la doblez; y en demasiadas ocasiones castiga a las buenas personas y a los que son honestos). En realidad, mi creciente escepticismo tiene más que ver con la constatación de que es la actividad con menos skin in the game que pueda imaginar. Y justo a continuación van profesores universitarios, funcionarios y, sí, por supuesto, periodistas y opinadores varios.

No se juegan (no nos jugamos) la piel y eso se refleja en los dos sentidos apuntados anteriormente: por un lado es cierto que no soportan las consecuencias de sus actos; pero también lo es, y casi me parece más importante, que toman constantemente decisiones sobre ámbitos en los que no tienen la más mínima experiencia ni conocimiento vital adquirido. En realidad, tienen mucha experiencia… de la mala. No es que se equivoquen, simplemente están haciendo lo que les enseñaron, lo que han vivido, lo que a ellos les ha funcionado. Sería hasta ilógico que hicieran lo contrario.

Usted hace cola porque ellos no la hacen (y nosotros, a veces, tampoco)

De entre todas las razones que se dan para el crecimiento del populismo, creo que la más importante es esa sensación de doble vara de medir.

Domingo Soriano

[Tomado de aquí]

De entre todas las razones que se dan para el crecimiento del populismo, creo que la más importante es esa sensación de doble vara de medir.

Varias personas hacen cola ante un laboratorio para hacerse una prueba PCR este martes en Madrid, dos días antes de Nochebuena. | EFE

Me sorprende que les sorprenda tanto.

Los sorprendidos son mis parientes y amigos. Esta Navidad, la del puñetero coronavirus que lo monopoliza todo, un tema de conversación recurrente han sido las restricciones a la movilidad, las vacunas, los test, las colas para conseguir un PCR… Y en esa conversación eterna que ya nos agota, había una pregunta que se repetía: ¿cómo pueden ser tan necios para hacerlo tan mal? ¿es que no se dan cuenta de que esto o aquello no tiene sentido? ¿es que no tienen familia?

Y ahí, al responder, llega mi sorpresa. Por supuesto que «No se dan cuenta. No tienen familia o no en ese sentido. Porque tienen familia, pero su familia no está sometida a las mismas restricciones que la tuya».

Las medidas más absurdas de este 2020 se explican por una mezcla de incompetencia (son muy malos), arrogancia (se creen muy buenos), ideología (ese concepto del poder despótico que tan normal se ha vuelto en nuestras democracias, «yo mando y tú obedeces»), propaganda («haremos lo que sea para cuidarte») y control de los medios (las críticas se silencian o se mandan al rincón del frikismo). Pero también por una pura cuestión personal: a los que las aprobaron, esas medidas no les afectan directamente o les afectan mucho menos que al ciudadano medio. No sólo eso, los que deben controlarles (oposición, medios de comunicación…) también suelen tener vías de escape.

Hay muchas candidatas a peor ocurrencia del año: desde el retraso en la aprobación de test de antígenos en las farmacias para no darle la razón a la Comunidad de Madrid a la ausencia de alternativas imaginativas para el sector de la restauración. En mi lista, el primer lugar lo ocupa esa prohibición a los niños de salir de casa que estuvo vigente durante dos meses. Estúpida, inútil para controlar la pandemia y de una falta de humanidad que rozaba la crueldad. Y para valorarla, una queja habitual, pero que se lleva el viento, a la que no prestamos atención porque parece un cuñadismo, una expresión poco reflexiva del ciudadano cabreado: «Si vivieran en un piso de 65m2 con tres niños, no lo habrían hecho». Cada día tengo más claro que ahí está la clave. Mucho más que en los análisis políticos, económicos, ideológicos, electorales, demográficos… Todas esas sesudas razones que los periodistas buscamos para explicar lo que está mucho más cerca: en el elemento personal, en cómo se aplican estas normas a los que las aprueban, en la distancia que hay del decreto al ministro.

Tengo para mí que el comunismo no habría sobrevivido 70 años en Rusia si la esposa del secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética hubiera tenido que hacer cola en los economatos de los barrios obreros de Moscú, con la cartilla de racionamiento, para conseguir pan, leche o huevos. Sólo por no escuchar la matraca, cada día al volver a casa, sobre el frío, la incomodidad, la mala calidad de los productos… hasta Stalin habría recuperado el libre mercado. Me lo imagino en la reunión del PCUS: «Que sí, que lo sé, que nos estamos cargando el marxismo… pero no lo puedo aguantar más. Lo que sea, pero que mañana haya huevos en las tiendas».

Es cierto que la coalición PSOE-Podemos nos ha ofrecido todo tipo de situaciones que claman al cielo: desde las vacaciones de Ábalos en Canarias con familia, amigos y la excusa de la crisis de los cayucos hasta el viaje a Bilbao de Celaá apenas unos minutos después de cerrar Madrid a cal y canto; desde la no-cuarentena del vicepresidente Iglesias a las copas de Armengol en Palma a las 2.00 de la madrugada o las cenas multitudinarias de Díaz en Madrid con sus compañeros. Y eso sin entrar en el Falcon y en las correrías de Sánchez con su señora y amigos. Pero no se engañen, situaciones similares se habrían vivido con otros partidos y protagonistas. Quizás menos sangrantes, porque este Gobierno destaca en incompetencia pero también en desfachatez, pero no tan distintas en el fondo. La diferencia es que Ferreras habría intentado que dimitiera algún pepero por lo mismo que ni siquiera ha entrado en la escaleta de los informativos de La Sexta. Pero poco más.

Que nos escandalicemos por estas noticias es lógico. Pero me gusta menos el enfoque unidireccional que le damos a ese enfado. Nos centramos en la ética y en el desprecio hacia el ciudadano de a pie. Y tenemos razón. Ponemos los ejemplos de esos países en los que un ministro dimite por una tesis doctoral con unos pocos párrafos plagiados o un director de Salud Pública se marcha a casa porque le pillan saltándose el confinamiento que aprobó. Y nos indignamos, con motivo, al hacer la comparación con España. Pero no debemos olvidar la parte práctica. Que los políticos tengan que seguir las mismas normas que el resto es una obligación moral… pero también es más eficaz. Las leyes estúpidas suelen tener una vida útil más corta cuando se aplican al que puede cambiarlas. Lo que vemos cada día es el principal motor de nuestros actos. No hay mejor empujón que el interés propio.

Además, si pensamos que es cuestión de maldad o falta de ética, entonces la lógica será echar al que hemos pillado en un renuncio. Si asumimos que el problema no es sólo que ellos ignoren una ley estúpida, sino la estupidez en sí misma, estaremos más cerca de la solución.

Hace un par de semanas hablábamos de la mala experiencia laboral de nuestros líderes y de cómo su carrera profesional se traducía en las leyes que aprobaban. Decíamos que no es sólo una cuestión de maldad o ideología, sino de lo que se aprende cada día. Un Congreso lleno de funcionarios, profesores de universidad y políticos profesionales produce de forma natural la legislación que tenemos: intervencionista, dependiente del Estado, piramidal, uniformadora, alérgica a las soluciones descentralizadas… Una oposición a registrador de la propiedad es uno de los retos más difíciles que puedo imaginar: exige dedicación, esfuerzo y renuncias durante años. Y todo en busca de un objetivo que no sabes si alcanzarás. ¿Cualidades de los que superan esas pruebas? Muchas y muy buenas: los opositores son muy trabajadores, constantes, tenaces, con visión de largo plazo… El problema no es ése. El problema es que en la vida real no hay oposiciones. El mercado no tiene exámenes de todo o nada cada 4 años.

En el tema que tocamos hoy, la clave reside en que ellos siempre podrán esquivar las consecuencias más molestas. Otra vez, la falta de skin in the game: y sí, es bueno, como decíamos, que viajen en transporte público para que sepan lo que es el Metro. Pero no seamos ingenuos: el día que realmente lo necesiten, cogerán el coche oficial (recuerden a Carmena o miren ahora a Colau). La solución no es perseguirles cada día para saber si mantienen la coherencia. La solución es arrancarles el poder de las manos y retomarlo nosotros; exigir menos normas y exigirles que ellos también cumplan la que aprueban (¿cuántas dimisiones ha habido en España en 2020 por esto?); acercar esas normas al ciudadano y reducir el ámbito de toma de decisiones (es más fácil controlar la coherencia diaria de un alcalde de un pueblo pequeño que la de un ministro); obligarles a usar los servicios públicos en igualdad de condiciones que los demás (y no, mudarse a 60km de distancia de tu barrio de origen para escoger la escuela pública deseada no es igualdad de condiciones); o mejor aún, exigir para nosotros el mismo grado de libertad de elegir que tienen ellos a la hora de acceder a esos servicios públicos (¡Muface para todos!).

En el impacto de las leyes también es importante el sesgo de renta-educación: sortear los peores efectos de cualquier medida arbitraria siempre es más fácil para los que tienen ingresos por encima de la media. O los que tienen amigos a los que pedir favores: para sortear una lista, conocer antes que nadie la aprobación de una medida, acceder a quién puede explicarte cuáles son las soluciones que necesitas, etc. Hablo de ese tipo de mini-corrupciones que todos aceptamos si podemos y con las que no sentimos que estemos haciendo algo malo. Aquí me incluyo yo mismo sin problemas: sé que mi año 2020 ha sido mucho menos complicado que el de una camarera a la que cerraron su bar durante seis meses o el de un dependiente de gasolinera que tenía que ir a trabajar y no tenía con quién dejar a los niños en casa.

El problema fundamental no es qué partido esté en el Gobierno. De hecho, la oposición suele poner poco empeño en estos temas porque en la mayoría de las ocasiones tiene vías de escape similares. Este 2020, es mejor ser Pedro Sánchez que Pablo Casado. Pero ya les digo yo que ni a Casado, ni a Arrimadas ni a Abascal les han fastidiado las normas covid como a usted. Cuando el Congreso aprueba excepciones (pensiones, dietas…) tienen siempre cuidado de que sean para todos los grupos. Hoy por ti, mañana por mí.

Y un apunte no menor: precisamente porque es tan importante controlarles, hay que mirar al controlador. Es decir, a nosotros, los periodistas. Tampoco somos un ejemplo de coherencia. Podríamos empezar con esto de las normas molestas relacionadas con la covid-19: que sí, que nosotros también las hemos cumplido… de aquella manera y casi siempre con más vías de escape que el ciudadano medio. No digo que hayamos estado de fiesta todo el año, tomando copas en las redacciones. Pero hemos sido una de las profesiones con más margen para organizarnos, sobre todo entre los que deciden, opinan, tertulianean. Lo que decía antes de Stalin y su mujer en el economato: les aseguro que si los directores de los periódicos madrileños hubieran tenido que estar dos meses encerrados en su casa de 65m2, sin salir de allí para nada, con tres niños de 6 a 10 años… habría habido más editoriales contra esa medida.

Todavía recuerdo, hace ya unos cuantos años, mi caída del caballo. Hacía muy poco tiempo que había comenzado mi carrera en los medios. En el periódico en el que trabajaba, se discutía uno de los primeros planes de conciliación anunciados por el Gobierno de turno. La conclusión estaba clara: «A favor, hay que impulsarlo, los horarios en España son absurdos». Pues bien, el tipo que escribía el editorial para fijar nuestra posición terminó de redactarlo ¡a las 22.30! Y no fue una excepción: ¿quieren saber cuántas comisiones del Congreso, de 4-5 horas de duración, se convocan a las 16.00-17.00? ¿Cuántas ruedas de prensa comienzan a las 18.00 o las 19.00? ¿Cuántos actos hay programados a las 20.00 ó 21.00? Cuidado, no digo que periodistas o políticos debamos dar pena por estos horarios un poco enloquecidos. Al que no le guste, que se busque otra cosa. Lo que me parece un insulto es que seamos periodistas y políticos los que señalemos con el dedo a los demás. Y que, cuando nos indican la incoherencia, pongamos esa mueca de «hombre, nosotros somos especiales, no como un consultor que está en Azca a las 20.00 terminando un informe; ése es un esclavo moderno y eso no se puede consentir». Ni siquiera es el caso más escandaloso: en pocos sectores se estira tanto la legislación laboral y el uso de becarios, contratos de formación, autónomos, etc. como en el sector que más lo critica… cuando lo hacen los otros.

De entre todas las razones que se dan para el crecimiento del populismo (algo que, por otro lado, cada día me parece más saludable), creo que la más importante es esa sensación de doble nivel de reglas y doble vara de medir. De élite que da lecciones que luego no se aplica. De una intervención asfixiante del Estado que asfixia sobre todo a los que no tienen vías de escape para evadirla. De economato en el que compran unos y tiendas especiales, de las que admiten divisas y productos extranjeros, para los privilegiados del Politburó y sus amigos.

En los días previos a esta Navidad, todos hemos visto las imágenes de larguísimas colas de ciudadanos que querían ver a sus familiares y que, de forma responsable y a veces con un elevado coste económico, se han hecho una PCR o un test de antígenos. En parte es lógico, porque todos queríamos hacernos la prueba a la vez y no había horas en el día para meternos a todos por el cuello de botella de los laboratorios. Pero lo que está claro es que ni Pedro ni Pablo han estado ahí ni han tomado ninguna medida para aliviar, aunque sea un poco, esa presión. Cuando ellos estuvieron cerca de un contacto o cuando sus familiares enfermaron o cuando simplemente querían mantener su agenda, los test y los resultados no escasearon. Les hicieron test incluso cuando la postura oficial del Gobierno era que no había que hacer pruebas a los asintomáticos porque podían dar lugar a falsos positivos o falsos negativos. No lo dude: si usted hace cola es, en parte, porque ellos no la hacen (y nosotros, cuando podemos, tampoco).

El opio de nuestros progresistas

Jorge Vilches

[Tomado de aquí]

«En España tuvimos una generación de intelectuales izquierdistas que durante décadas puso en duda los fundamentos de la democracia liberal»

El opio de nuestros progresistas
Foto: Pablo Blazquez Dominguez| AP

El llamado «progresismo» siempre ha seguido a una religión secular, ya sea el socialismo o el democratismo. Unos convirtieron el paraíso socialista en una parusía a la que sacrificar la libertad de todos. Otros creyeron en la fuerza del número como valor supremo. Todos ellos empujaban en el mismo sentido: la democracia como un medio, no como un método, para lograr la transformación social. Esa generación fue el alma de la izquierda presente en la Transición española, que pensó, como los clásicos de la socialdemocracia, que la urna era un atajo revolucionario. Era aquello que sostuvieron sin ambages LassalleKautsky y Bernstein, esos a los que Lenin tildó de infantiles, renegados y vendidos a la burguesía.

La fórmula de la socialdemocracia para llegar a su programa máximo, a su orden social dictado por la clase trabajadora —el pueblo, decían—, era el sistema de la mayoría. Lo llamaron «voluntad popular», que era un remedo de la voluntad general roussoniana. Esto significaba que la representación de la mayoría, un concepto numérico circunstancial, tenía el poder constituyente, una especie de «dictadura soberana» siguiendo la terminología de Carl Schmitt, para reformarlo todo y afirmar que «a España no la va a conocer ni la madre que la parió». Ya lo decían los comunistas Babeuf y Buonarrotti: cada asamblea tiene la potestad para cambiarlo todo.

El mecanismo es bien sencillo: como el proletariado, o el pueblo, es más numeroso, era cuestión de tiempo que el conteo de votos diera el poder para siempre a sus representantes. Una vez que el «partido» llegara al Gobierno podría colonizar el Estado, cambiar la infraestructura y la superestructura, controlar las mentalidades con la educación y la cultura, y, paso a paso, llegar a una «sociedad más justa». Eso no es fe en la democracia, a no ser que veamos la democracia como otra forma de llegar al socialismo.

En España tuvimos una generación de intelectuales izquierdistas que durante décadas puso en duda los fundamentos de la democracia liberal, que denunció la Transición como un «apaño franquista» y que dio la razón a los grupúsculos nacionalistas que cuestionaban la unidad nacional. Es más, esa generación, con un evidente complejo de superioridad moral, dictaminó que nuestro país había sido históricamente un fracaso, un retrasado y triste Estado a la cola de Europa. Además, tuvimos la desgracia de que esa generación acaparase cargos políticos, institucionales y académicos en detrimento del resto, lo que generó una pleitesía a su persona y obras.

Esa generación interpretaba la historia y la política por las intenciones, no por los hechos. De esta manera, mostraba su simpatía hacia aquellos que en un momento del pasado o del presente arrinconaban o liquidaban a grupos sociales y políticos, quemaban iglesias, instalaban guillotinas o checas, montaban golpes de Estado y revoluciones, por el simple hecho de que su fin era una «sociedad más justa». Difundieron que la legitimidad estaba en la intención, no en la coherencia del fin con las formas, ni siquiera en el respeto a los derechos humanos. Y todo eso lo transmitieron en las aulas y en la prensa a las nuevas generaciones. El daño está ahí.

Es contradictorio, como hizo esa generación, sostener que la democracia es el dictado de la mayoría y, al tiempo, hablar de respeto a los derechos individuales. Son aquellos que se lamentan del resultado de las urnas cuando gana el BrexitBolsonaroTrump o la derecha en Andalucía. Se trata de los que tienen como guía la vieja idea de Engels: el resultado del sufragio universal es una prueba de madurez de la «clase trabajadora», de manera que si gana la izquierda la democracia se ha cumplido, pero si vence la derecha encuentran que la democracia está en peligro.

La democracia no es una cuestión de fe, sino de respeto, porque la democracia es un método, no una religión. El problema es que esa generación de izquierdistas pensó que la democracia daría la victoria segura a su partido, lo que permitiría dictar normas para la transformación social, no para proteger al individuo de la arbitrariedad del Estado, de una mayoría circunstancial o de un tirano, y salvaguardar así la libertad. Cuando esos «progresistas» hablaban de fe en la democracia se referían a su esperanza de que la próxima mayoría fuera suya, y todavía lo dicen.

Esa generación se creyó heredera de la Ilustración. No es así. Son sucesores del despotismo ilustrado, que es muy diferente. Esos izquierdistas identificaron la razón, la propia, con el bien común, muy por encima de la opinión de un pueblo al que consideran ignorante, acostumbrado a vivir en una dictadura. ¿Cómo iba a saber el español del franquismo sociológico lo que era bueno para su vida? Imposible. Además, en un país «menor, fracasado y borreguil» como España, construido sobre la mentira y el latrocinio, no era factible que la gente supiera qué política había que seguir ni cuál era el «bien común».

Siguieron la idea roussoniana de que el hombre es bueno por naturaleza, y, en consecuencia, de que el pueblo lo es también. Así, la voluntad popular es sagrada, al tiempo que sus autoproclamados portavoces constituyen una nueva clerecía portadora de la verdad, la virtud y la moral. De ahí ese complejo de superioridad del «progresismo».

Difundieron un democratismo engañoso, o como diría Hans Kelsen, una «hipótesis religioso-metafísica» sobre las decisiones del pueblo: solamente el pueblo podía dictar la «verdad», y esa «verdad» debía ser enseñada a los españoles por la élite intelectual progresista. Ese grupo se creía con la función social de dictar al pueblo lo que al pueblo convenía, incluso a su pesar. Es más; para convencerlo había que hacer «pedagogía», lo que traducido significa el adoctrinamiento en las escuelas y en los medios, subvencionar a la cultura y conformar las mentes. Esos izquierdistas definieron el «bien común» y por oposición el «mal común», poniendo las bases de una religión secular. De aquellos polvos, estos lodos.

La responsabilidad de esa generación es completa y palmaria en el actual ambiente de confrontación social, de feligresías enfrentadas, y en la ausencia de costumbres públicas democráticas. Alimentaron a la bestia, su dogmatismo e intolerancia, y hoy se llevan las manos a la cabeza. No alentaron lo que Schumpeter llamó «autodisciplina democrática», el respeto a la victoria del adversario, y fomentaron discursos y formas de protesta para deslegitimar a los gobiernos de la derecha.

Esa generación funcionó con la categoría del «resentimiento» hacia la dictadura de Franco, que muchos de ellos pasaron sin problemas, y hacia todo lo que en su mente significaba. Ayudaron a crear una «democracia morbosa», en expresión de Ortega, en la que el Estado traspasaba las fronteras del derecho público para inmiscuirse en la vida privada. Por obra y gracia de la ingeniería social trataron de uniformizar, de convertir en iguales a los desiguales, a los ciudadanos en plebeyos.

Leer hoy los lamentos de esa generación resulta chocante. A la vejez, viruelas. Ni una palabra de arrepentimiento. Todo lo contrario. Una vez más señalan que el problema lo ha generado el pueblo, los políticos o los medios, que no han entendido «lo razonable» y se dejan llevar por los sentimientos. No asumen que como intelectuales con proyección en la vida universitaria y periodística, incluso en la política, les cabe una responsabilidad grande en este desaguisado. Va más allá de lo que escribió Raymond Aron. No es que se alimentaran del «opio», del dogma mesiánico y totalizador, es que lo difundían.